En julio de 2004 el jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) Salvatore Mancuso fue invitado a hablar en el congreso . Mancuso dio un discurso para legitimar el proceso de paz que el entonces presidente había iniciado con las AUC. Ante la mirada impávida de las víctimas de las masacres y atrocidades cometidas por las AUC la sala plena del congreso aplaudió las palabras de Mancuso. Haber permitido a Mancuso hablar en el Salón Elíptico del Congreso fue un gesto que en el que Uribe reconoció a los paramilitares como interlocutores políticos. Es más, el mismo presidente que nos gobernó entre 2002 y 2010 añadió: «Desde que haya buena fe para avanzar en un proceso, no tengo objeción a que se les den estas pruebitas de democracia. Creo que se sienten más cómodos hablando en el Congreso que en la acción violenta en la selva«. Sin palabras.
A pesar de la indignación por este episodio, en su momento pensé que un proceso de desmovilización de los grupos paramilitares tendría un precedente histórico importante, en tanto si resultaba exitoso sentaría unas bases para una eventual negociación con la guerrilla. Sin embargo, solo para mencionar algunos hechos, el rearme de grupos paramilitares en las conocidas Bacrim y la interrupción de las audiencias entre víctimas y jefes paramilitares tras su extradición en mayo del 2008, minó el proceso. Para el 2004 además ya era bien sabido que políticos regionales se habían aliado con sectores del paramilitarismo para llegar al poder en las elecciones de 2002. También se destapó el escándalo de la parapolítica: un alto porcentaje del congreso había sido elegido gracias a esta alianza criminal. La posibilidad de desmovilizar y reinsertar dentro de la vida civil a los paramilitares tendría no sólo que pasar por un complejo proceso de justicia transicional. La cultura política de los colombianos debería rechazar tajantemente cualquier vínculo entre la máquina criminal paramilitar y la clase política, aun cuando para muchos colombianos esto es aceptable en tanto se trate de enfrentar un mal mayor: la guerrilla.
Esto quedó claro en las elecciones del domingo. Los sectores de la extrema derecha una vez más fueron tremendamente efectivos en mandar el mensaje de temor a la guerrilla, la existencia de un complot en su contra, y la gran mentira de que el castro-chavismo se va a tomar al poder. El proceso de paz no es perfecto, nunca lo será. Pero creo importante resaltar un elemento de este proceso que no tiene precedente histórico. La agenda de discusión que se estableció con las FARC toca un tema que intelectuales y analistas políticos han identificado a través de los años como fundamental para explicar las causas de la guerra: el tema agrario.
A la pregunta por las diferencias entre el proceso de paz que el gobierno de la mano dura y el corazón grande hizo con los paramilitares y el proceso que Santos adelanta con las FARC habría que añadirle un análisis de las trayectorias y causas históricas del paramilitarismo y la guerrilla.(Ver línea de tiempo sobre el origen del paramilitarismo al final de la página). En cualquier caso, el proceso histórico de surgimiento y desarrollo de ambos actores es muy complejo y no pretendo reconstruirlo acá. Un punto fundamental sin embargo ha sido la inclusión del narcotráfico dentro de las dinámicas, políticas, económicas y armadas tanto del Estado, la sociedad y los grupos al margen de la ley. Punto que además también se discute en la agenda de paz de La Habana.
De cara a las elecciones de 15 de junio creo indispensable revisar lo que ha significado el proyecto uribista para el país. El uribismo se ha montado sobre una retórica y una práctica que define unos límites laxos entre las instituciones legítimas de la democracia establecidas por nuestra Constitución, y los proyectos económico-criminales de una élite que cree que todo vale. Los ocho años de Uribe nos dejaron una contrarreforma agraria legal y armada incubada por la siniestra alianza entre empresarios, paramilitares y el Estado. Está alianza ha despojado a campesinos de sus tierras para avanzar proyectos agro-industriales como el de la palma africana. El proyecto uribista además ha dejado el mayor número de desplazados que jamás haya tenido Colombia. Sumado a esto, y de forma mezquina, el uribismo ha minimizado la tragedia del desplazamiento forzado al referirse a éste como migraciones internas .
Votar por el uribismo es defender un proyecto que no reconcilia sino que polariza y que define la seguridad de la manera más obtusa posible, es decir igualándola a militarizar. Es fracturar lo avanzado en el proceso de paz para seguir profundizando el lenguaje de la polarización y del odio. Es defender un proyecto que conceptualiza el largo y complejo conflicto colombiano como «terrorismo», borra su historia. Por esta razón la lógica uribista nunca va a ver en las FARC un interlocutor político, aun cuando si lo hizo con las AUC. El proyecto uribista es cínico, confunde e insulta la inteligencia de los colombianos. Ejemplo de esto es nombrar su movimiento de extrema derecha «Centro Democrático», y sostener que Santos es comunista.
En un país como Colombia que lleva décadas intentando poner fin al conflicto armado, el lenguaje del odio incentivado desde arriba sólo reproduce los espirales de intolerancia y violencia. Con esto no quiero decir que el proyecto santista, si es que hay uno claro, sea la solución. Hay que recordar que Santos fue también baluarte del uribismo y ministro de Defensa de los falsos positivos. Sin embargo, su distanciamiento del uribismo en temas fundamentales, incluyendo el proceso de paz, es algo alentador. Oscar Iván Zuluaga ya dijo que lo primero que va a hacer si llega a la presidencia será suspender los diálogos de paz. Prefiero una paz imperfecta, pero negociada, a volver a la militarización de la seguridad y al proyecto económico-criminal sobre el que éste se sustenta. Ya tuvimos 8 años a Uribe en el poder y no derrotó a las FARC por la vía militar (como nos prometió). Frente a un país que ha pasado los últimos 50 años convertido en un campo de batalla donde nadie gana y muchos perdemos, creo, con un optimismo moderado, que hay que darle una oportunidad a este nuevo intento negociado por acabar la guerra.
Obviamente de acuerdo. Otros puntos adicionales. Primero, la oportunidad que tenemos ahora de la paz no sólo es histórica, sino única. Las FARC se están desintegrando entre más tiempo pasa menos control tienen sus dirigentes sobre los distintos frentes. Si no logramos la paz ahora, lo que vamos a tener en unos años son cuarenta y pico de pandillas con acceso a enormes recursos legales e ilegales con las que va a ser imposible negociar nada. Si logramos la paz ahora, garantizamos que por lo menos algunos (no todos, pero algunos) de estos frentes se desmovilicen ayudando al trabajo de pacificación en el futuro. Segundo, a pesar de lo que diga Uribe las FARC no son «criminales comunes», o «narcotraficantes». Son una organización política. El hecho de que comentan crímenes atroces y estén relacionados con actividades de tráfico de drogas hoy en día, no significa que podemos borrarles su historia así como así. Pensar que podemos «someterlos» (porque lo que propone Zuluaga no es paz sino sometimiento) sin solucionar los problemas que les dieron origen es arrogante e ingenuo. Cualquier paz en Colombia (con paramilitares o guerrilla) pasa por la necesidad que tenemos de hacer una «mea culpa» colectiva. Pasa por reconocer que la violencia en el país no nos cayó del cielo. A ella han contribuido sí, paramilitares y guerrilla, pero también empresarios, ganaderos, políticos y civiles. La negociación, es un primer paso en ese sentido.