En el 2003 cuando estaba escribiendo mi tesis de pregrado en Ciencia Política empezaba en Colombia lo que algunos llamarían la era Uribe. Con el antecedente de un proceso de paz fallido con las FARC en el gobierno de Pastrana, Uribe llegó a la presidencia canalizando los sentimientos de las mayorías cansadas de intentar una salida negociada al conflicto sin resultado alguno. De repente nos vimos alineados con la lucha antiterrorista de Bush después del 11 de septiembre de 2001. En Colombia ya no se hablaría de conflicto armado sino de terrorismo, y el discurso y política oficial del gobierno Uribe estarían basados en la militarización de la seguridad, en las Fuerzas Militares como responsables de acabar la guerra, o más bien, el terrorismo. La política de la mano dura interpretó el cansancio de un país que llevaba muchos años de violencia, extorsión, secuestros, bombas y asesinatos. Con esa interpretación del sentimiento de la mayoría vino también una laxitud ética y moral cuando de enfrentar a las FARC de trata. Lo que algunos consideran costos aceptables del fin último de acabar con la guerrilla, otros como yo, vemos que los límites de la ética y la moral se expandieron demasiado y a unos costos que en largo plazo pueden ser peores.
Dicen los violentólogos que la violencia bipartidista en Colombia funcionaba con la lógica de los odios heredados: a mi papá godo lo mata un liberal, en consecuencia yo vengo la muerte de mi padre y mato liberales. La dialéctica del odio heredado ha generado espirales de violencia que se reproducen constantemente. Es la lógica de la violencia, del «ojo por ojo, diente por diente.» La violencia guerrillera y paramilitar opera en una lógica similar. El paramilitar cobra sentido en una lógica de la vengaza, aun cuando es sabido que no todo su surgimiento se remonta a la lucha antiguerrillera, y que si se desagrega regionalmente el narcotráfico aparece en la ecuación. Con la llegada de Uribe al poder, el discurso oficial frente a la guerrilla se enquistó no solo en la descalificación, condena y ataque frontal al ahora llamado «terrorismo», sino en la descalificación de cualquier crítica que intentara abrir espacios para volver a pensar en una paz negociada.
Rápidamente llegamos a un ambiente de polarización política en el que todo el que no fuera uribista se presumía guerrillero, y todo el que fuera uribista se presumía cómplice del paramilitarismo. Pero, de ¿dónde nace la falla que causó que la sociedad colombiana se envolviera en un espiral de odios donde la descalificación del que piense diferente se convirtiera en una constante? Creo que gran parte del problema es la reducción, si, reducir el problema a una mínima expresión, tan primaria y estrecha, que no deja campo para pensar al país y sus problemas en un espectro de posibilidades amplio y complejo. La falla nace en el momento en el que nos creímos el cuento de que El Problema de Colombia son las FARC. Con esto no quiere decir que las FARC no sean un gran problema. Pero más que eso, son la expresión de un conjunto de problemas más complejos que superan el solo tema de la seguridad.
Los estudiosos de la violencia en Colombia llevan años intentando desentrañar las lógicas de la violencia en Colombia y sus causas objetivas. En el momento en que el gobierno de Uribe conceptualizó lo que pasa en Colombia como «terrorismo» le dio un portazo a la posibilidad de que los académicos que con tanto ahínco han estudiado el problema entraran a tener una interlocución con el Estado en la manera como afrontar el problema de la violencia. Peor aun, cerró la posibilidad de llegar al menos en el mediano plazo a una eventual negociación con la guerrilla. La palabra a la que toda Colombia parece tenerle más miedo aun que a la misma guerrilla hoy en día es El Caguán -municipio donde se estableció la mesa de negociación con las FARC en 1998-. Otros asuntos de la agenda política quedaron relegados a segundo plano bajo la premisa que sin seguridad no puede haber crecimiento económico.
Pareciera que las políticas sociales quedaron suspendidas mientras lográbamos salir de ese problemita del terrorismo de las FARC. ¿Y que pasó? Han pasado 8 años de la política de seguridad democrática y aun no hemos podido cantar la victoria frente a las far. Sin embargo, es de resaltar la reducción del secuestro, de la toma a pueblos, la seguridad en las carreteras y en muchos rincones de Colombia donde nunca había hecho presencia la fuerza pública, etc. Pero mi argumento es que esa política de seguridad es una política de contención, una que en el corto plazo tiene resultados aparentes pero que realidad es un espejismo. Si se le juzga en el largo plazo no creo que se haya avanzado en la dirección correcta. Se invirtieron unos recursos incalculables y se rompieron las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad bajo el amparo de ese fin tan noble que es acabar con la guerrilla. En el fondo no se removió el meollo del asunto, lo que ha causado históricamente que surgiera un descontento que se tradujera en la formación de guerrillas que buscaban llegar el poder para reivindicar unas luchas que tienen que ver con lo agrario y con la exclusión política y social. Esos son asuntos, que aun cuando la naturaleza de la guerrila es diferente hoy, no podemos ignorar. Sumado a lo anterior creo que una gran ausencia del debate político de los últimos 8 años ha sido el tema del narcotráfico.
En el terreno de la laxitud ética y moral profundizamos rasgos no muy bonitos de la idiosincracia del país. Me refiero a la idea de que el fin justifica los medios (ej. los falsos positivos, las chuzadas del DAS, la parapolítica, el bombardeo al campamento de las FARC en Ecuador, premiar con recompensas asesinatos de cabecillas de las FARC), a la cultura del más vivo, en últimas a la aceptación de la ilegalidad con tal de conseguir fines que pueden ser muy nobles. Sumado a esto la retórica oficial de descalificar al que piense distinto reforzó la intolerancia, el odio, y la polarización. Si lo miramos en el largo plazo avanzamos en la dirección que no era. La sociedad colombiana se volvió cómplice de la ilegalidad y profundizamos los valores equivocados. Yendo más allá de lo discursivo, las víctimas del conflicto salieron perdiendo cuando los altos jefes paramilitares fueron extraditados en detrimento de la verdad y la reparación. También las otras verdaderas víctimas de 8 años de seguridad democrática, que en aras de la dinámica del «todo vale» quedaron atrapadas entre dos fuegos, son los más de 4 millones de desplazados internos que tiene Colombia. ¿Y quién habla de los desplazados? Claro, como no hay desplazados famosos como si hay o hubo secuestrados famosos en el gobierno los desplazados son simplemente migrantes internos.
En un país que busca es la paz necesitamos empezar por entender que el problema de Colombia no es uno sino muchos, y que hay formas de pensar y de actuar que se pueden empezar a modificar desde el mismo lenguaje que usemos para referirnos al otro. La sociedad colombiana necesita empezar a pensar en el posconflicto, y en ese sentido en temas como la reconciliación y la reinserción. Esta tarea difícilmente será exitosa si no empezamos a resolver lo que estructuralmente ha generado la violencia y la desigualdad en Colombia junto con los elementos que se le han sumado en el camino como el narcotráfico.