Quienes habitamos en este planeta sabemos que nada volverá a ser como antes. Este año marca un antes y un después en la historia de la humanidad. Es raro escribirlo, como historiadora es emocionante vivir un momento de cambió histórico sin precedentes. Como humana, es complicado. La incertidumbre sobre el futuro es difícil de digerir y de incorporar en una cotidianidad casera pero anormal. La cuarentena nos empuja a muchos a confinarnos dentro el computador, en el entretenimiento en línea y en el trabajo virtual. Tengo la ventaja de poder trabajar desde la casa, pero en el día a día he sentido a menudo que las responsabilidades del trabajo son irrelevantes a lado de lo que está pasando «allá afuera»: enfermedad, hambre, miedo e incertidumbre.
En el «afuera» más próximo, el de mi barrio, las calles están vacías, el silencio es inédito, el aire respirable. En Bogotá los casos de contagios se acercan a los dos mil y las muertes se acercan a las ochenta. Eso, claro, según unos datos que se comportan de manera extraña. Crecen para luego disminuir durante los fines de semana, generan dudas y son difíciles de navegar en las herramientas de visualización del gobierno. Es curioso, pues hoy parece que la única manera de comprender el presente y proyectar el futuro del virus y su impacto, es a partir de unos datos cuantitativos. Sabemos que son datos incompletos, datos desactualizados, afectados por contingencias como el daño en las máquinas de diagnóstico, la escasez de reactivos y la poca capacidad del país (y de muchos países) para hacer pruebas.
Imperfectos y todo, los datos aportan claves para que los gobiernos tracen rutas a seguir y tomen decisiones sobre la cuarentena. En este momento para varios gobiernos pareciera que lo más urgente es reactivar la economía y no proteger a los más vulnerables. Apoyan a los bancos para que endeuden a quienes están al borde de la quiebra. Y paradójicamente, en este engranaje productivo que se buscar reactivar, el levantamiento parcial del confinamiento pondrá a trabajar a las personas del sector de la construcción y a los operadores de máquinas en fábricas; quienes no tienen el privilegio de trabajar desde la casa y quedan así no más expuestos al contagio.
Para quienes podemos quedarnos en casa lo que pasa afuera parece ir en cámara lenta. Vivimos una tensa calma. La montaña parece estar a punto de derrumbarse. Pero la montaña ya se derrumbó para millones de personas que viven del día a día, que venden en la calle, que no tienen seguridad social, que se rebuscan en el transporte público, que dependen de empleos informales basados en la circulación de la gente en la calle. La gente está guardada, la calle está vacía, y la avalancha ya se está llevando a muchos por delante. Banderas rojas en casas del sur de Bogotá simbolizan la falta de ingresos, el hambre.
Sabemos que lo peor no ha llegado. Nos queda la paciencia, el arte de saber esperar, aunque no sabemos qué esperar. Sabemos que todo está cambiando, pero vivir dentro de este régimen del cambio histórico es apabullante. Mientras esperamos nos distanciamos, nos cubrimos, limpiamos todo, trabajamos si podemos, nos distanciamos, nos cuidamos, cocinamos, desinfectamos, caminamos poco, hacemos mercado, y repetimos, y volvemos a repetir las rutinas del encierro. Y quién sabe hasta cuando o por siempre, o por años, o por siglos. Un nuevo periodo en la historia de la humanidad comienza y puede ser de larga duración y no lo sabemos.